TERAPIA INTENSIVA
Me despierto 7 AM.
La vida me pone en alerta a esa hora, hace ya
dos meses que es así. Me despierto sola, sin reloj.
Mis viejos vivían en una casa debajo de la
mía, mi papá 97 y mi mamá 88. Siempre mi vieja hizo las cosas de la casa pero tres meses atrás un
día se cayó en el baño y se fracturó el tabique, así que con dificultades,
porque ella no quería, logramos poner una señora durante el día que se ocupara
de mi papá. Eso le dijimos a mi mamá, porque ella podía todo. Otra venía a
dormir y los cuidaba a los dos por la noche.
Un día bajo a saludarlos y mi mamá hablaba
mal, pero no se daba cuenta, se había atragantado con arroz con leche. Como en
mi vida trabajé de muchas cosas, una de tantas fue operadora de emergencias en
una prepaga, las que atienden el teléfono. Para lo cual tuve que estudiarme un
protocolo y entre lo que me acuerdo estaba este síntoma de hablar mal. Llamé a
la emergencia, tardaron una hora, cuando llegaron la medicaron para la presión
alta, se querían ir, les expliqué que mi mamá no hablaba así, que era raro,
quería que la vieran en una guardia. Esperamos otra hora hasta que consiguieron
una cama en la Clínica del sol. Me fui en la ambulancia con mi mamá sentadita,
le presté mis guantes de lana porque tenía frío en las manos, cuando llegamos
allá llegó mi hermana y se quedó a dormir ahí. El día anterior había habido un eclipse
de sol.
Le hicieron estudios durante tres días, todo
estaba normal salvo pequeñas isquemias típicas de la edad. El 6 de Julio mi
papá cumplía 97 y fue a visitarla. Le darían el alta al día siguiente, pero esa
noche se atragantó comiendo ravioles y la llevaron a terapia intensiva.
De ahí nunca más salió.
Lo cotidiano es estar alerta. Desayuno mate y
fumo en la mesa de la cocina con la ventana abierta, me cago de frío, veo las
plantas que me piden auxilio hace mucho. No tengo tiempo para atender plantas. Ahora
atiendo personas.
Me tiro el tarot por youtube, así mi cabeza
sale del rulo de la ansiedad. Todos mis días empiezan así, Lunes, Martes, Miércoles,
Jueves, Viernes, Sábados y Domingos. Son todos iguales. Mate y cigarrillo, no
puedo comer.
La terapia intensiva no tiene francos, ni
feriados ni domingos. La vida se convierte en una terapia intensiva. Esas dos
palabras ya se escriben solas en mi teléfono.
El dolor y el miedo de los primeros días ya se
transformó. Mutó en cansancio físico y mental.
Bajo a la casa de mi papá para hacerle el
desayuno. Surfeo la angustia frente a él, hablo de otra cosa, los dos pensamos
lo mismo pero siempre hablamos de otras cosas. A las once llega la señora que
se encarga de cuidarlo. Entonces ahí activo un poco mi casa. A las doce y
cuarto me tengo que ir a la clínica del sol, cuarto piso box 404. Dos visitas
diarias. Una a las 13hs y otra a las 19. Viajo en el 41 hasta el parque Las Heras,
cruzo el parque, camino por el pasto, siempre con los auriculares. Este parque
está lleno de recuerdos pero a partir de ahora me recordará siempre esta
temporada intensiva. Llevo mucho abrigo que apenas entro en la clínica tengo
que sacarme. Saludo a los de seguridad que ya me conocen porque son los
encargados de echarnos cuando se termina el horario de visitas. Trato de sonreírles
pensando que tal vez Dios se apiada de la vida de mi madre. Voy al baño de la
planta baja porque es más grande y cómodo, frente a la capillita. Lleno mi
botella de agua en un dispenser que hay ahí. Subo en el ascensor los cuatro
pisos y el espejo me dice cada día lo que muestra mi cara. Ese espejo me mira a
mí.
Llego arriba. A veces lleno de gente y a veces
vacío. Dispenser de alcohol líquido que más de una vez se me metió en los ojos,
además de limpiarme las manos limpio el celular entero. Algunos días la gente
habla muy fuerte. Siempre llego temprano al mediodía porque a las 14hs tengo
que entrar a trabajar, donde cuido a un niño de dos años y medio.
Siempre cambian las caras de la sala de
espera, sillones azules muy cómodos. La gente no dura mucho en terapia intensiva,
a esta altura creo que mi mamá es la que más tiempo lleva. Siempre hay gente
nueva que pregunta cosas. Yo ya no lloro pero es un lugar bastante triste la sala
de espera. Todos tenemos miedo, todos los miedos se juntan en este lugar. Estamos
cerca de la muerte. Para mí la muerte es una liberación del cuerpo, pero la
gente le tiene miedo. Hace mucho calor en toda la clínica y el olor del alcohol
se me queda para siempre en la memoria emotiva. Es ahí, es ese lugar con
sillones azules. Cada vez que se abre la puerta de la terapia miramos todos en
sincronía para allá. Algunos días tardan tanto en dejarnos entrar que se hace
la hora de irse.
Mi hermana llora siempre, yo creo que no
quiero que mi mamá me vea llorando aunque igual no me ve, pero seguro que
siente o escucha. Eso nadie lo sabe, ni los médicos lo saben. Estado vegetativo
dicen como si alguna vez hubieran estado ahí. Mi hermana todavía tiene
esperanzas, yo no. En algún momento un enfermero nos abre la puerta y nos hace
pasar a todos, el dispenser de alcohol está antes de entrar, pero apenas pasás
esa puerta hay otro, así que yo entro y uso ese porque en el de afuera se hace
una cola de gente.
Entramos. Mamá está siempre acomodada en
diferentes posiciones, de costado o boca arriba.
-Hola ma, hola mamita.
Y todavía me estremezco. Ritual de masajes en
brazos manos, piernas pies, uñas. Dedo por dedo, manos y pies con crema. La
peinamos. Miramos los aparatos que la rodean porque ya entendemos algo de lo
que dicen esos números y letritas que rodean la cama. Le contamos lo que
hacemos, lo que hicimos. Ponemos perfume a las sábanas. Las enfermeras hablan
de sus cosas. Una vez que le pusimos música clásica se pusieron a bailar y a
hacer chistes. Mi hermana le imprimió unas fotos de toda la familia que pegó
con cinta adhesiva en la pared frente a su cama por si se despierta, así nos
ve. También escribió Cachita con marcador rosa para que cada médico o enfermero
sepan cómo llamarla, no es su nombre, se llama Stella Maris pero siempre le
dijeron Cachita. Mi hermana le habla fuerte y llora, le digo que no llore delante
de ella porque nosotras la tenemos que sostener. No me hace caso, no puede y
quiere llorar. Se enoja con los médicos. Le dice a mi mamá que se despierte que
estamos ahí. Cuando ella se va yo le digo a mi mamá que se vaya a Taormina, a
caminar por la playa que tanto le gustaba, que no tenga miedo, que ella es
fuerte, que se vaya tranquila, que deje ese cuerpo que ya no sirve, que sea
libre.
Siento que sostengo todo el tiempo. Sostengo a
mi mamá, a mi hermana a mi papá y a mi hija. También a los que preguntan por wasap.
Sostener se me volvió una tarea cotidiana. No me
da descanso el sostener, hasta dormida sostengo en los sueños. La rutina es
sostener.
Sostener y llorar sola.
Aunque llore no hay alivio. El alivio ya no
existe. El olor del alcohol es el vector directo a ese momento. Al final de la
visita viene el médico de turno a pasarnos un parte, a veces viene el jefe de
la terapia. Me voy corriendo por Coronel Díaz a tomar el 93 que nunca viene, voy
a trabajar, mi trabajo también es cuidar pero de un niño, una vida pequeña que
crece. Algunas veces él me sostiene a mí, jugamos y vamos a la plaza y
merendamos cantando y me olvido, me aliviana el peso de sostener. Él es
liviano.
Salgo corriendo a las 18.30 para llegar otra
vez a la terapia a las 19hs y el 93 tarda mil años. Vuelvo a correr a través
del parque Las Heras, ahora ya es de noche y corro cuesta arriba con música en
los oídos. A esta hora paso rápido por el baño de abajo porque siempre llego
medio tarde. Saludo a los de seguridad que ya son otros pero igual me conocen y
vuelvo a verme en el espejo del ascensor. Otra vez lavo mis manos con el
alcohol líquido de la entrada de la terapia y vuelvo a limpiar entero el
celular. Los médicos de las terapias intensivas son diferentes del resto,
siempre tienen esperanzas porque dicen que sino no podrían trabajar ahí. El neurólogo
ya nos dijo que el electroencefalograma era casi plano, nos mostró un montón de
hojas con los dibujos, especialmente a mi hermana, dijo, porque necesita ver. Aunque
después de ese electro mi mamá se despertó y estuvo dos días en terapia
intermedia. El neurólogo no lo podía creer, nadie lo podía creer. Ya no era mi
mamá igual, hablaba huevadas y no tenía miedo. Por eso digo que no era más
ella. Si algo la caracterizaba era el miedo. Siempre tuvo miedo de que le pasara
justo lo que le pasó. En esos dos días de intermedia teníamos que darle de
comer y fue después de una cena que le di, como a los niños que cuido, me dijo
que tenía una angustia en el pecho, pensé que se había dado cuenta de lo grave
de todo y que iba a tener miedo otra vez, pero no, le agarró una tos
incontrolable hasta que vinieron los médicos otra vez y el respirador y la
sedación y otra vez a la terapia intensiva.
Volver a la noche en el subte era triste, con
mi hermana llorando casi siempre, odiando a los músicos, a los vendedores y a
los que te quieren hacer reír. Atravesábamos el shopping Alto Palermo porque
hacía frío o llovía. Estación Bulnes. Empecé a ver videos de biodecodificación,
aprendí a sacarle el significado a las cosas. Aprendo a soltar, no me enfermo,
no contagio. Escondo la angustia cuando llego y mi papá está esperando noticias,
trato de sonreír, miento que está mejor conteniendo el llanto en los ojos, por
suerte no ve bien. Contengo hasta que salgo de su casa y no aguanto más pienso,
pero aguanto porque mañana es igual y me despierto sin despertador y le hago el
desayuno y sostengo, puedo.
Sigo sosteniendo, puedo. Creo que no puedo más
y puedo. Sostengo.
Aprendo el verdadero significado de un día a
la vez. Por hoy sostengo, por hoy puedo. Aunque se me cierre el estómago y se
me caigan los pantalones de lo flaca que estoy, puedo por hoy seguir
sosteniendo.
Mamá, acá estoy.