Hace un año
se moría mi mamá, se iba de su cuerpo.
Hacía dos
meses que estaba en terapia intensiva, se estaba yendo de a poco. Ella quería irse y esa fue la forma que encontró.
Mi casa está
llena de cosas que hizo para mí. Cortinas, almohadones, muebles, cuadros,
adornos de toda especie, ropa, sweaters tejidos a mano. Todo a mi alrededor me
la trae a cada momento. No puedo ver sus fotos sin llorar.
Fue tan
intenso el invierno de 2019 que la locura de este invierno es parecida.
Mi mamá
pedía ayuda en el último tiempo antes de su internación, lloraba mucho y estaba
depresiva, no aguantaba más. Entró en terapia intensiva el día del cumpleaños
de mi papá.
En el medio
de esos dos meses se despertó una vez y hablaba mucho, no era más ella, no
tenía miedo ni tristeza. Esa parte suya ya no estaba.
Escribo esto
como un pequeño homenaje a su persona. A la artista que fué. Capaz de transformar
en obras de arte objetos obsoletos. Encontrando belleza en las cosas más
insólitas. Podía hacer desde un sobretodo hasta un velador o una agarradera
para la cocina.
Yo no
resulté ser la hija que ella hubiera querido. Pero me enorgullece porque los
hijos no están para eso. Haber luchado por ser yo misma también se lo debo a
ella.
Hace poco vi
una foto de mi abuela y me di cuenta de que sus manos se parecían mucho a las
de mi mamá. Ahora mís manos empiezan a parecerse a las suyas.
Quisiera
poder escribir algo mejor pero se me hace difícil el contexto. Todo es tan
extremo. Tan blanco o negro que el gris de este homenaje resulta muy chiquito.
Todavía
lloro cuando veo sus fotos.
Gracias
mamá.
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