Hay una hora del día en la que me visitan los demonios.
El amanecer es siempre prometedor, valiente, lleno de
esperanzas.
La hora endemoniada se produce entre las siete y las ocho de
la noche, cuando se pone el sol y se enciende el alumbrado público.
A esa hora miro el mar plateado desde el balcón, el encanto
del mar me distrae. Neptuno me seduce, me hipnotiza y me cuelgo alucinando
seres que habitan lo profundo, el fondo.
Ahí aparecen los demonios que me agarran distraída siempre. Se
meten en mi cabeza, se meten adentro mío por todas partes. Apelan a las heridas
que todavía no cicatrizaron y me tocan ahí, para hacerme doler, no tienen otro
objetivo más que el de recordarme el dolor, hacerme volver al lugar que duele.
Si me agarran haciendo algo no pueden entrar. Pero llegan
siempre por sorpresa en el balcón mientras miro el mar. Distraída, indefensa. Los
reconozco cuando me empieza a doler el estómago y aparece la ansiedad, entonces
sé que se están acercando.
Ya es tarde. Llegaron.
La novela que trato de escribir se hace amiga de ellos me
angustia, me hace llorar y quedo como una nena chiquita en posición fetal,
asustada por monstruos.
Así, día tras día se repite la visita de los demonios que
por alguna razón siempre llegan a esa hora. Cuando logro espantarlos a veces
quedo tan cansada que solo puedo dormir y me olvido de comer.
Hoy voy a ver si puedo estar alerta y ocupada para no
dejarlos entrar o ponerles una trampa para inmovilizarlos. Si estoy atenta quizás
pueda combatirlos.
Si me distraigo se me meten en el cuerpo con la ansiedad y
la taquicardia, justo sucede cuando intento soltar el control. Si llegan a ese
punto ya es tarde para combatir, solo puedo entregarme.
No es tarea fácil. No hay meditación ni oración que alcance.
Me violan disfrazados de alguien que me gusta. No es uno solo, son muchos
oscuros, que se transforman en el que me gusta para dejarme sin defensas.
El otro día tomé una caipiriña en la playa y me reí tanto
que no pudieron entrar. La risa es buena para ahuyentarlos. Debería poder
burlarme de ellos y reírme. No me creo capaz, son fuertes, cabezas de cabras y
ojos que dan miedo. Me atacan en manada, me rodean y yo ahí sola.
Es muy duro estar siempre alerta. Aparecen justo cuando me
distraigo y se apoderan de mi cabeza y de mi cuerpo, aprovechando mis rincones
oscuros y mis heridas. Adueñándose de mí.
Alguna vez se espantaron con música, esa que no me gusta,
porque si me gusta tienen el acceso más fácil. Se derriten los relojes y de
repente es medianoche cuando no podés más y caes desmayada.
Solo me queda tomarme una pastilla para salir de ese agujero
donde me dejan atada de pies y manos, herida y sola.
Siempre entre las siete y las ocho, cuando se puso el sol,
cuando vuelan golondrinas. Esa podría ser una alerta, pero me agarran distraída.
Imposible el control. Cuando soltás quedás a merced de
ellos. No es un juego limpio. Solo vienen a minar tu autoestima y destrozarte.
no se puede dialogar. No les importa lo que tengas que decirles. Vienen a lo
suyo. A aplastarte como a una cucaracha.
Suerte que puedo contar esto antes de que lo logren por
completo.
El día y el sol me devuelven el poder sobre mí, es otra
cosa. Estoy en paz.
El momento es el crepúsculo.
A esa hora es cuando mis pensamientos se convierten en
demonios.
2 comentarios:
Aparte de lo impactante de la descripción, los detalles que colaboran con el clima propuesto: el alumbrado público como preanuncio de lo inevitable , las golondrinas que son resignificadas (las mismas suelen utilizarse con un valor positivo) construyen una espacialidad muy particular: la de recortar una figura que en este caso se vuelve carne con la narración en primera persona. Espacio que en la subjetividad imponente, se constituye sobre una inmensidad frontal a lo marino, expuesta a lo ilimitado, dando por resultado un estatuto de soledad que no puede evitar su desnudo expresionista. Si le correspondiese una imagen, la sordidés de un Hopper planearía sobre la escabrosa superficie de Munch. Uno desde la "intempérica" mirada que adopta la narradora sobre el personaje que no puede dejar de ser, de verse desde la lejanía. El otro, desde la mas absoluta interioridad de la que no puede salir. Ambos, Edward y Edvard, convergen en el despiadado universo cuya persona narrativa no haya mejor elección para su relato que estar en primera, ser quien protagoniza y cuenta desde el espacio que la absorbe, sin ya poder escapar de sí misma.
Gracias Marcelo!!!!!
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